La agricultura es tal vez el sector más importante del Perú. Tanto por su tamaño como por su potencial.
De los efectos transformacionales del boom de nuestra agroexportación moderna y de las buenas políticas públicas que lo ayudaron se ha hablado bastante (leer: La ley de promoción agraria: la discusión necesaria). Pero, en el Perú, el 95% de las tierras agrícolas están dedicadas a la agricultura tradicional.
En ella, podemos diferenciar a quienes están en la subsistencia (o infrasubsistencia) y orientados al autoconsumo, de quienes escaparon a la subsistencia (generan excedentes) y tienen actividad comercial y mayor uso de tecnología.
Sin embargo, solo un pequeño porcentaje de este grupo participa en cadenas de valor agroexportadoras. El resto diversifica dentro de la informalidad: invierten sus excedentes en otras actividades informales que complementan el ingreso familiar (cultivos de alta rotación, crianza de cuyes, comercio, trabajo ocasional en las ciudades, etc.).
Una razón importante por la que no se insertan en cadenas agroexportadoras es que estas requieren obtener estándares de “calidad” (leer: The quality hurdle: Towards a development model that is no longer industry-centric) —de inocuidad, ambientales, laborales, etc.—, y ello implica inversiones costosas (y riesgosas) y acceso a conocimientos y a financiamiento no disponibles de inmediato.
El grupo minoritario que sí participa exitosamente en cadenas agroexportadoras (espárrago, mango, banano, palta, quinua, jengibre, etc.) lo hace en diversas modalidades. Por ejemplo, como proveedores de empresas comercializadoras medianas o grandes que funcionan como “tractoras”, que les proporcionan asistencia técnica y financiamiento, los ayudan a obtener certificaciones (como Global G.A.P.), etc. (leer: Son avispados). O agrupados en cooperativas o asociaciones gestionadas profesionalmente que procesan y comercializan sus productos.
Pero muchos más pequeños productores podrían participar. Las tractoras trabajan solo con un subgrupo de los que tienen potencial: los que cuentan con los recursos para solventar los costos de reconvertir cultivos hacia la agricultura moderna, tienen buena conectividad y están en una aglomeración de productores, etc.
Para insertar a muchos más pequeños productores en cadenas dinámicas, se requerirá de políticas públicas distintas a las actuales, que no responden ni a su realidad productiva ni a sus necesidades. Asumen que los problemas se solucionan promulgando una ley, colocando recursos o con una capacitación. Pero no hacen acompañamiento continuo. Tampoco tienen la escala suficiente para lograr un impacto macroeconómico relevante, y las entidades públicas que deben atender al agro tienen intervenciones aisladas y desarticuladas: carecen de un norte común.
Para revertir estos problemas, las políticas públicas nacionales deben “bajar” a los territorios para informarse, identificar en cada cadena de valor y región a los actores relevantes (pequeños productores, empresas tractoras, entidades públicas, etc.) y el papel de cada uno, y empezar a ejecutar. Y utilizar lo aprendido durante la ejecución para corregir las políticas públicas, para que sean útiles y tomen en cuenta la diversidad y los contextos continuamente cambiantes del país. El objetivo explícito debe ser maximizar (dados los recursos disponibles) el número de productores insertados.
A nivel nacional, un porcentaje sustancial de agricultores tradicionales que venden en el mercado local (papa, maíz, arroz, alfalfa, etc.) podrán reconvertir cultivos hacia la agroexportación. Pero muchos no. Será necesario encontrar un camino de mejora para este grupo innegablemente importante (por su número y para nuestra seguridad alimentaria).
El camino más inmediato son los mercados locales o bodegas. También, el sector Horeca (hoteles, restaurantes y cafeterías). Pero es evidente que, para vender en dichos canales, los pequeños productores deben alcanzar también estándares mínimos. A fin de lograr impactos significativos, se requieren esfuerzos de política pública que complementen lo que pueden hacer las empresas del sector Horeca (leer: Factores que impiden la relación comercial regional entre agricultores con los hoteles 3, 4 y 5 estrellas del departamento de Cusco, entre los años 2011 – 2015).
Trabajar en políticas públicas productivistas en la dirección sugerida es un prerrequisito para abordar el desafío del financiamiento agropecuario. Este es muy riesgoso e implica altos costos operativos/administrativos. La tasa de interés “técnica” es demasiado alta. Por ello, casi ninguna entidad microfinanciera presta a la pequeña agricultura familiar. La mayoría de las cajas “rurales” son urbanas. Además, como demuestra el fracaso de FAE-Agro, este problema no se resuelve con garantías públicas.
La inexistencia de dichas políticas explica en buena medida los problemas del Agrobanco en los últimos años. Este se ha dinamizado en 2021 gracias a una buena gestión. Pero, sin políticas complementarias de articulación de cadenas, asistencia técnica, financiamiento no reembolsable, etc., nunca será medianamente sostenible. Cualquier (necesaria) recapitalización será insuficiente (leer Cómo fortalecer el Agrobanco y el financiamiento agropecuario: una visión productivista).
El Gobierno ha mencionado una nueva reforma agraria. Reformar nuestra pequeña agricultura es indispensable. Pero los anuncios hasta el momento implican asignar más recursos para hacer más de lo que, comprobadamente, sabemos que no funciona. Las peruanas y peruanos en el campo merecen mucho más.
FUENTE: Gestión | Piero Ghezzi